La traición


La traición

¡Buenos días!
Adelante, sonríe. Venga, que sabes qué, en el fondo, lo estás deseando. Sonríes forzadamente, mientras asientes al saludo de tu madre con la cabeza. Otro día más. Otro día en el infierno.
Tras despedirte de mamá y papá abres la puerta y sales a la calle donde el aire, frío, hace que te estremezcas. No habías salido de casa en mucho tiempo. Muchísimo. Y, si fuera por ti, te quedarías en casa. Después del verano has aprendido que es mejor quedarse en casa, donde no puedes ver nada que hubiera sido mejor no ver, donde nadie te puede hacer daño, donde no hay monstruos, ni traiciones, donde puedes estar todo lo segura que se puede estar.
Emprendes el camino al instituto, que esta apenas a dos manzanas de tu casa. Corre, que cuanto antes llegues, menos tiempo tendrás para pensar. Porque pensar duele, ¿verdad? Así que, vamos, abre la puerta y cruza la verja que acabas de llegar a tu destino.
Junto con un par de chicos que no conoces, te adentras en el instituto y, tras emitir un suspiro de resignación, empiezas a andar por los pasillos. Todo está igual, nada ha cambiado. Los pasillos siguen siendo blancos y los mismos chicos de siempre siguen ocupando los diferentes lugares del patio. Tragas saliva mientras intentas calmarte. Tranquila, solo es un curso más. Un día de instituto más.
Ya has llegado a tu clase. Echas un vistazo y reconoces unas cuantas caras conocidas entre todos ellos, pero no te paras a decirles Hola o simplemente a hacer un gesto con la cabeza a modo de saludo. Es mejor no hacerlo. Es preferible que no se acerquen a ti, que te ignoren, ¿verdad? Así no tendrás que contarles nada, así no tendrás que volver a hablar sobre él.
Te sientas en una mesa situada al fondo de la clase mientras sientes la mirada de tus amigos fija en ti. Suena el timbre. Suspiras, ya ha acabado el sufrimiento. Te calmas pensando que mientras la profesora de matemáticas hable no pensaras más. Pero te equivocas.
Abres el libro. Página diez. Álgebra. Sonríes, te gusta bastante el álgebra. Pero mientras la profesora habla y escribe mecánicamente en la pizarra sientes las miradas de tus compañeros escrutándote. Se preguntan qué te pasa. Saben que algo va mal, que antes no eras así. Pero no puedes contárselo ¿O sí? No, no puedes. Debes olvidarte de todo. Mira a la pizarra y concéntrate. Ignóralos.
La profesora de matemáticas abandona el aula justo cuando el timbre te saca bruscamente de tus perturbados pensamientos. Uno de tus compañeros hace amago de acercarse hacia tu mesa. Lo observas mientras anda hacia a ti. Esta nada más y nada menos que a cinco pasos de distancia. Cuatro. Tres. Dos. El profesor de lengua entra por la puerta y, tras dejar su libro sobre la mesa, le ordena que se siente. El chico da media vuelta, resignado, y se sienta en la otra parte del aula. Más suerte la próxima vez, chico. 
Tras cincuenta y cinco tediosos minutos de lenguaje el sonido estridente del timbre te vuelve a sacar bruscamente de tus pensamientos. Y, en el fondo, lo agradeces. Tus compañeros reaccionan inmediatamente ante el sonido del timbre. El sonido de libros cerrándose, de las tapas de los bolígrafos haciendo clic y el de las sillas moviéndose inunda la clase, en la que antes reinaba el silencio interrumpido solo por la voz del profesor. Todos los alumnos salen en tropel del aula, salvo un reducido grupo que se queda en la puerta, expectante, mientras te observa.
Durante unos instantes permaneces paralizada hasta que, lentamente, recoges todos los lápices en tu estuche y guardas en libro de lengua en tu mochila, que permanece en el respaldo de la silla. Y, antes de coger tu bocadillo del fondo de la mochila, levantas la cabeza, asegurándote de que ya no queda nadie en clase. Y así es, el grupo de antes ya se ha disuelto y ahora solo te llega el sonido de sus risas desde el pasillo.
Te levantas y recorres la clase hasta cruzar el umbral de la puerta. Después cierras la puerta cuidadosamente. Hola, ¿Qué tal?, dice una chica detrás de ti; ¿Cuánto tiempo, verdad? Te sobresaltas y de inmediato te das la vuelta. Sabes perfectamente quién es. El año pasado erais buenas amigas. Venga, sonríele y contéstale. Todo lo bien que puede ir un primer día de clase, la verdad, contestas con un hilo casi inaudible de voz. ¿Esa es la mejor mentira que le has podido decir? Querida, debes aprender a mentir mejor. Mucho mejor.
Te muerdes el labio con nerviosismo. ¿Cuánto tiempo piensa mantener esta conversación sin sentido? Esperas que la tortura acabe pronto, antes de que el tema del verano salga a la luz. No te preocupes; el timbre acaba de sonar. Un profesor se acerca hasta vosotras y hace enmudecer a tu compañera. Introduce una llave en la cerradura de la puerta y dice con la mirada que entréis dentro. Sonríes y andas hasta tú sitio, en el fondo de la clase.
La clase vuelve a empezar. Naturales .No te gusta la física ni tampoco la química pero, eso es lo de menos. Por lo menos te servirá de distracción. Si, lo hará. Sin darte cuenta ya ha acabado la clase de naturales y también la de música, que era la siguiente. Ahora solo te queda soportar la peor cosa del día; el recreo.
No tienes tanta suerte como en el recreo anterior. Esta vez, querida, tendrás que enfrentarte a tu destino. Pero, no corras, despacio, más despacio. Retrasa todo lo que puedas el momento de llegar al patio. Recorres los pasillos en silencio, el único ruido que te acompaña es el de los murmullos de tus compañeros que están en el patio. Ya esta, casi has llegado a tu destino. Buena suerte; la necesitarás.
Un grupo de chicas, en el que también está la chica del recreo anterior, se acerca a ti y te saluda con gesto afable. Sonríes. Y, tras devolverles el saludo, empezáis a hablar sobre el verano. Tiemblas ¿Por qué todo el mundo tiene ganas de hablar del verano? Una de tus amigas del año pasado empieza a contar su experiencia en un campamento mientras, tú, miras desesperadamente el reloj. Pasas la mirada a tu alrededor, a modo de distracción ya que las palabras de tu amiga no logran captar tu atención. Hay varias chicas a las que no recuerdas conocer. Tus ojos se paran en una chica a la que, aparentemente, no conoces. Pero, sí, la conoces. Sabes perfectamente quién es.
Sientes que poco a poco un nudo se teje en tu garganta, impidiéndote formular palabra y respirar correctamente. Tu respiración se vuelve agitada. Las lágrimas intentan brotar de tus ojos. Pero no debes llorar ¿Acaso piensas llorar delante de todo el mundo? No seas cría, eso seria arriesgarte demasiado. Y no puedes permitirte ese lujo. Así que vamos, contrólate y sal de ahí. Rápido. Pones una escusa y te escabulles al baño donde cierras la puerta y te sientas en el suelo a esperar que pase el condenado recreo.
El baño es un lugar inhóspito, tal y como lo recordabas. Aunque, claro, como cualquier persona que se precie, no habías pasado ahí más que algunos escasos minutos. Hasta hoy. Permaneces sentada en el suelo mientras observas las paredes pintadas con nombres, fechas y, naturalmente, con alguna que otra palabra insultante. Ahora te parece una tontería ¿Por qué a la gente le gusta demostrar lo que siente arruinando un espacio público? No lo sabes, pero en su momento lo supiste. Quizás fue la falta de tiempo o la falta de admiración hacia aquellas muestras, comunes y destructivas, de amor adolescente, las que te impidieron rotular una pared con vuestras iniciales. Quizás es mejor así. Una vez que has marcado una pared es casi imposible borrarlo y más en horario escolar. No te preocupes, para ti, recordarlo cada vez que tuvieras que acudir a los servicios hubiera sido someterte a la peor de las torturas por ello es mejor no haberlo hecho en el pasado, así no tendrás porque recordarlo más.
Las lágrimas surcan tus coloradas mejillas y desbocan en tu camiseta. ¿Por qué estas llorando? Sabes que no deberías llorar, pero lo haces. Lo más seguro es que no arregle las cosas, pero, según tu punto de vista, siempre te ayuda a desahogarte. Desahogarte. Palabra de once de letras que define prácticamente todo lo que has hecho durante el verano. Por ello no quieres hablar del verano. Intentaste hablarlo con tus padres, quienes no te prestaron atención alguna. Como siempre.
Apoyas la cabeza en la pared de la diminuta estancia y cierras los ojos con fuerza. Los recuerdos empiezan a inundar poco a poco tu mente. Cierras los ojos con más fuerza, intentando que te abandonen tan rápido como han llegado. Pero ya es demasiado tarde.
Todo adolescente respetable expresa, alguna vez por lo menos, verbalmente el terrible e incontrolable odio que siente hacia sus padres. Tú, no. En la gran mayoría de los casos siempre es por la falta de intimidad y el agobio que les produce contar con sus padres siempre. Pero como en cada regla que tiene su excepción, aquí también hay una. En determinados casos muy poco comunes existe también el odio hacia los padres que nos les prestan la suficiente atención a sus hijos. Rango al que perteneces tú.
Lo recuerdas muy bien, como si hubiera pasado ayer y no hace unas cuantas semanas. Era domingo, pero  en verano, el día que fuera carecía de importancia, todos eran exactamente iguales. Estabais en el salón, viendo una película, como solíais hacer cada domingo. Pero, tú no te podías concentrar. Necesitabas contárselo a alguien, necesitabas desahogarte aunque solo fuera con tus padres. Pero sabias perfectamente que no podrías.
Empezaste a llorar silenciosamente para que no lo notaran, pero poco a poco el llanto fue en aumento y empezaste a sollozar desesperada. Tu madres te miró, atónita, mientras un Cariño, ¿Qué te pasa? se escapaba de sus labios. Intentaste contárselo, pero, en el intento solo balbuceaste incoherencias que no pudo entender. Después de un rato, se hartó y te mandó, con gesto de cabeza, a tu habitación.
El sonido del timbre hace que abras los ojos y te limpies las lágrimas. Te pasas las manos por tu camiseta, intentando alisarla mientras tomas una bocanada de aire fresco y te preparas para volver a clase. Abres la puerta del baño, que, a su vez, emite un sonido desgarrador que hace que sientas dentera. Un grupo de chicas, que supones que serán del curso superior, te miran y hacen un gesto de desaprobación hacia ti mientras murmuran.
Andas por los pasillos acompañada de alumnos de todos los tipos, en medio de la multitud, incluso, te sientes segura. Hasta que llegas a tu clase. El profesor ya ha llegado y la puerta está cerrada. Golpeas la puerta con los nudillos y, después de que te han abierto la puerta, recorres el aula bajo la mirada atenta del profesor.
¡Ring-Ring!
Suena el último timbre del día. Sí, el último. Las dos horas anteriores se te han antojado, tanto a ti como a tus compañeros, aburridas e interminables. Pero el timbre ya ha hecho enmudecer al profesor de turno y ya ha dado paso a los gritos y susurros eufóricos de tus compañeros así que, tranquila, las clases han acabado. Por un momento sientes que algo perturba tu mente. Es la idea de que tendrás que volver a casa. La sola idea resonando en tu cabeza hace que te estremezcas y te plantees quedarte en el instituto. Pero…, no, no puedes. Debes irte a casa y mantenerte ocupada con los deberes. Debes dejar de pensar en eso.
Levantas la mirada de tu libro de Sociales y la fijas en la pizarra. Después pasas lentamente la mirada por toda la clase. No queda nadie. Vuelves a estar sola, completamente sola. Te cuelgas la mochila al hombro y empiezas a andar. Ya has abandonado el instituto. Sonríes para ti misma, después de todo, podría haber sido mucho peor. No te han hecho hablar del verano. Por ahora, estas a salvo. ¿Podrás aguantar toda la vida sin hablar de ello? Sabes que no, pero, como se suele decir, la esperanza es lo último que se pierde. Y, en algún lugar recóndito de tu alma, aún queda un poco de eso.
En las calles no hay nadie, ni siquiera los coches se dignan a pasar mientras tu deambulas hasta llegar a tu respectiva calle .El camino se te hace corto, mucho más de lo habitual. Y de repente, sin previo aviso, alzas la vista hasta que ves tu calle. Notas como una extraña sensación se va apoderando poco a poco de ti, una mezcla entre el miedo, los nervios y la resignación. Sientes náuseas. ¿Es así como se sintieron ellos?, piensas mientras ves fragmentos de tu vida recorriendo tu mente, ¿Cómo pude hacerles eso? Ya no hay tiempo para preguntas, ni mucho menos para respuestas, acabas de llegar a tu destino. A tu casa.
Palpas la parte delantera del bolsillo de tus pantalones, en busca de las llaves. Deslizas las manos dentro de tu bolsillo e introduces la llave correcta en la cerradura. Tras emitir un ruido la puerta de la valla cede y entras en tu jardín. Miras nostálgicamente la valla que separa tu jardín de la suya. Y permaneces observándolo con detenimiento hasta que tu mirada se cruza con la de alguien. Es ella. Te asustas y sujetándole la mirada con determinación  le haces un gesto a modo de saludo con la mano derecha. Ella sonríe forzadamente y baja la mirada, rápidamente, antes de correr hacia su casa.
Dejas la mochila en el recibidor de la entrada y te despojas de tus zapatos. Entras en la cocina y comes acompañada únicamente por la voz de una mujer que te informa de lo que ha pasado en las últimas semanas. Bostezas; efecto secundario de no haber podido pegar ojo ayer por la noche. Ni pasado, ni al otro. No has podido dormir desde que te abandonó por completo.
Te dejas caer en el sofá del salón rezando para que tus parpados se cierren, y una vez que estés dormida no tengas porqué pensar más en aquello que te persigue. Te sumerges en un largo y tendido sueño mientras sonríes, convencida de que dormir será bueno para ti. Pero te equivocas, querida, no sabes lo que te espera.
Mamá, ¿Me estás escuchando?, dices mientras la observas, expectante; Lo que te tengo que contar es muy, muy importante .Ella compone una mueca de desagrado mientas señala el reloj que tiene en su muñeca, aconsejándote que te des prisa. Coge un vestido azul celeste que cuelga de una de las perchas y se lo coloca delante del espejo, su mejor amigo. Tú hablas deprisa, comiéndote palabras por el camino y sin tiempo para respirar. Mientras ella asiente con la cabeza .Pero, en realidad, no te está escuchando y lo sabes. Así que enmudeces mientras la contemplas deleitarse con su reflejo.
Bajas la cabeza con cierta desesperación mientras das media vuelta para volver a tu habitación. Pero, ella, te coge del brazo. Cariño, no te vayas, ¿Qué es eso tan importante que me querías contar? Tragas saliva. De pronto aquello que en su momento te pareció importante ahora te parece una chorrada. Pero la necesidad de contarlo es tan fuerte que te impulsa a hacerlo. Así que lo haces y durante media hora te sumerges en una verborrea sin sentido en la que, torpemente, le quieres hablar sobre él.
Ella sonríe mientras te escucha y cuando acaba suelta una sonora carcajada. Tú, no sabes cómo interpretar eso. ¿Acaso se está riendo de ti? Sí, lo está haciendo. Un silencio incomodo se apodera de la situación mientras tu miras a todas partes, como si nunca hubieras estado es esa habitación. Bueno, ¿Así que el chico de al lado? , dice reprimiendo otra carcajada; De verdad, hija, que me espera algo mejor de ti. Los otros chicos con los que has salido son mejores. Pero, tú sabrás lo que haces. Tras decir aquello coge uno de sus vestidos, el azul celeste, y se marcha en dirección al baño.
Ahogas un grito mientras abres los ojos, desesperada. Observas el salón buscando algo que te indique que tus padres ya han vuelto, algún indicio de que no ha sido solo un recuerdo. Pero, no hay nadie en casa. El salón sigue sumergido en la penumbra. Ha sido solo una mala jugada de tu prodigiosa memoria. Jadeas mientras andas hasta llegar al cuarto de baño. Estás sudando. Abres el grifo y te lavas la cara con agua fría intentando apaciguarte de alguna forma.
Un tintineo de llaves hace que te alarmes y dejes a un lado tus deberes de lengua. Oyes como la puerta de la valla cede y también la de casa. Unos pasos de acercan por el pasillo y golpean suavemente la puerta de tu habitación. Adelante, murmuras. Tu padre entra en la habitación y se disculpa por el retraso. Tú asientes y te preparas para la cena.
El silencio lo ahoga todo, nuevamente, la soledad te corrompe poco a poco. Tus padres ya se han ido a la cama. Debes irte a dormir, mañana tienes instituto. Pero  la idea de volver a tener otra pesadilla parecida a la de la hora de comer hace que el cansancio se esfume. Tienes miedo, mucho miedo. Porque sabes que el monstruo de los recuerdos no conoce fronteras. Es capaz de atacarte a cualquier hora y en cualquier parte. Como el incidente con tus amigas. Desde entontes te prometiste no volver a cometer otro error como ese, nunca más.
Subes la cremallera de tu chaquetón mientras te revuelves en tu asiento. A pesar de que el mes de septiembre acaba de empezar, por las noches ya se puede apreciar la presencia del frio desgarrador. Observas las vistas que te ofrece la pequeña terraza que tiene tu habitación. Sonríes estúpidamente recordando el montón de horas que pasaste hablando con él in fraganti. Una vocecilla interior te recuerda como ha terminado todo y, rápidamente, dejas de sonreír. Sintiéndote como una completa idiota.
Echas un vistazo a tu reloj, es más de media noche. Acompañada por un suspiro de resignación abandonas la terraza y te preparas para irte a dormir. Te metes entre las sabanas desando que Morfeo te acoja pronto sobre sus brazos. Buenas noches, querida.
Nunca reparaste en que cada verano, una nueva familia ocupaba la casa de al lado. La verdad es que nunca te había importando. ¿Qué podía tener aquella casa para captar tu interés? Aparentemente, nada. Tus vecinos habían sido siempre, tanto para ti como para tu familia, unos extraños. Tenían solo una hija, igual que tus padres y se dedicaban a comprar cantidades ingentes de libros cada tres meses. Gracias a dios, nunca ninguno de ellos había intentado juntaros a las dos. ¿Para que querías tú una niña pija de amiga? Era algo que te repugnaba. Además, nunca solía hablar con nadie. Solo con las pocas amigas con las que contaba y, en verano, con aquel niño.
Lo recuerdas muy bien, como casi todas las cosas que tienen alguna relación con él. Era una tarde a finales del verano, cuando agosto empezaba a debilitarse y la pesadilla de volver a clase se iba convirtiendo poco a poco en una cruel realidad a la que todo el mundo debía enfrentarse. Hace tres años, aproximadamente.
Estabas tumbada sobre el césped mientras mirabas a tu alrededor con expresión de aburrimiento. La mayoría de tus amigas estaban de campamento y el resto estaba en la playa. Así que aun te quedaban unas cuantas semanas de aburrimiento, sola.
Ladeaste la cabeza en busca de algún tipo de distracción. Quizás pueda hacerme amiga de la niña pija, pensaste mientras examinabas su jardín. De pronto un chico cruzó rápidamente el jardín mientras se limpiaba las lágrimas que le corrían por las mejillas y murmuraba palabras para sí. Era de constitución corpulenta y no era precisamente muy guapo. El pelo le cubría los ojos y lo llevaba despeinado. Nunca supiste porque pero sentiste pena por él y te acercaste hasta donde se había sentado.
Perdona, ¿Estás bien?, dijiste mientas el alzaba la cabeza para contemplarte vagamente. En cuanto reparó en que realmente esas palabras iban dirigidas a él, sonrió y se limpio rápidamente las lágrimas. Para después contestarte con un simple y sonoro: Sí, estoy bien.
Y, aunque parezca difícil de creerlo, ese fue el principio de una amistad o de algo más. Estuviste todo el día hablando con él. Notando como a medida que la tarde iba pasando una risa que te hacía parecer más tonta de lo que eras se iba apoderando de ti. Nunca habías sido amiga de un chico así, realmente, nunca habías sido amiga de un chico. Habías salido con cantidad de chicos; guapos, altos, con los ojos azules. Pero que tenían un gran defecto que en el que hasta ese preciso instante no habías reparado; carecían de la mas mínima inteligencia. Lo tenían todo, menos aquello. Y aquello era lo que precisamente abundaba en aquel chico de ojos negros.
Justo cuando las cosas van demasiado bien es bien sabido que siempre empeoran. Y esta historia no iba a ser ninguna excepción. Después de pensar en que podías tener un nuevo amigo y en las posibilidades de que las dos semanas que quedaban fueran mejores que la anterior, entonces, todo se torció. El día en que le conociste era su último día en la ciudad por lo que en cuestión de horas la abandonaría hasta la llegada del próximo verano.
Pero no dejaste que todo acabara ahí, sino que después de que él se marchara seguiste hablando con él. A todas horas, casi a cada minuto del día. Y antes de que pudieras pestañear estabas completamente enamorada de él .Antes de que te dieras cuenta te pasabas todos los días esperando que pasara el tiempo y que volviera. Tuviste que esperar setecientos treinta días, dos años.
Los días pasaron rápidamente y el tiempo empezó a mejorar, las clases llegaron a su fin y él llegó. La idea de que compartiera techo con ella no te hacía mucha gracia pero, después de que contara con todo lujo de detalles lo que pensaba realmente sobre él pensabas que no tenías porque preocuparte. Craso error, querida.
El segundo verano en el que pudiste verle, nada podía haber ido mejor. Aunque claro, él ya no era él. Habías podido comprobar por fotos lo mucho que iba cambiando con el tiempo. Pero verlo era más sorprende aún. Pasaste todas las noches con él, reunidos en el parque más cercano a vuestra calle. Todo lo bueno llega a su fin y aquel verano también se esfumo sin que te dieras cuenta.
Nunca te planteaste contarles nada a tus amigas, acostumbradas a verte con otro tipo de chicos, pensabas que no lo entenderían. Al igual que tu madre, que se había reído en tu cara al saberlo. No querías volver a cometer ese error, no, no otra vez.
Tan pronto como se marchó el verano como volvió a aparecer en escena. Él, también. Salvo que esta vez no hizo falta alguna que esperaras dos años porque desgraciadamente las cosas dieron un giro de trescientos sesenta grados y justo entonces cuando pensabas que las cosas  seguirían siendo perfectas...
¡Buenos días, hija!
Tu madre corre las cortinas y levanta la persiana dejando pasar toda la luz. Abres los ojos lentamente mientas sientes que todos los músculos de tu cuerpo se tensan. Te estiras y andas con pies de plomo hasta el cuarto de baño. Después bajas a desayunar.
Has vuelto a caer en la rutina en la que te sumergiste por completo ayer. Debes vestirte e ir al instituto, al igual que tendrás que hacer mañana y pasado y al siguiente también. Pero tu mente sigue perdida en el sueño de hoy, ha sido demasiado para ti. La sola idea de recordar el preciso instante en que le conociste hace que pierdas el sentido de la realidad, y que desees con todas tus fuerzas recuperar aquellos soleados días de verano, deseando volver a estar entre sus brazos...Pero todo eso acabó hace tiempo y nunca lo recuperarás.
Cierras la puerta de casa, que proporciona un ruido que te confirma que está completamente cerrada. No quieres tener que pensar más. No, ahora no. Así que coges tus cascos y te colocas uno en cada oreja, subes el volumen intentando ahogar también tus pensamientos. Está sonando Demons de Imagine dragons. Una de tus canciones favoritas. Empiezas a andar mientras cantas al ritmo de la canción. When you feel my heat, look into my eyes. It's where my demons hide; it's where my demons hide. Don't get to close. It's dark inside. It’s where my demons hide; it’s where my demons hide.

Tarareas unos de los últimos versos de la canción, exactamente el que dice It´s dark inside, librándote de los recuerdos. Pero justo cuando estas completamente metida en la canción, justo cuando has conseguido matar todos tus pensamientos, entonces alguien pone la mano en tu hombro haciendo que te sobresaltes. Te das rápidamente la vuelta mientras te quitas los cascos, asustada. No tienes de que preocuparte, solo es uno de tus compañeros de clase. Observas con detenimiento al chico que tienes enfrente, es bastante alto. El chico te saluda y te habla durante el resto del camino hasta vuestra clase. Pero tú, salvo en contadas ocasiones en las que te ves obligada a contestar por pura cortesía, no hablas casi. Prefieres guardar silencio.
El timbre da paso a que empiecen las clases. El profesor de inglés se sienta y empieza a escribir el nuevo vocabulario mientras, tú, sacas tu cuaderno y empiezas a tomar apuntes. La clase de inglés se esfuma y pronto empieza la de lengua. Esta vez, tus compañeros aprovechan el cambio de clase para cambiar de sitio. Tú decides no moverte y poner el libro de texto sobre la mesa.

Metes el último libro sobre la mochila y cierras la cremallera. El día ha pasado volando, casi sin que te dieras cuenta. Pero ya sabes lo que toca ahora; volver a casa. A casa, donde las distracciones son mínimas y las probabilidades de recaer en la enfermedad llamada recuerdos son demasiadas.
Realizas exactamente el mismo ritual que el día anterior; deambulas por las calles hasta que llegas a la tuya, entras en casa y dejas la mochila en tu habitación. Te diriges a la cocina mientras te imaginas que comerás hoy. Pero no hay nada preparado. Te toca prepararte la comida. Pelas un par de patatas absorta en tus pensamientos. No,  tienes que concentrarte en lo que haces. Levantas la vista y observas el cuadro que cuelga sobre la pared, lo pintó tu madre el verano pasado. Tragas saliva, todo te recuerda a él. Y empiezas a recordar lentamente todo.
De su boca ya solo se oía el nombre de ella. Hablaba constantemente de ella, habían vuelto a ser amigos. Y tú no podías hacer nada más que alegrarte por él, porque, en el fondo, te alegrabas de que él fuera el feliz. Pero algo atormentaba tus pensamientos; la idea de que el siguiera enamorado de ella, de que nada hubiera sido real.
Los días pasaban lentamente y ya no lo veías tan a menudo, retrasaba vuestros encuentros e, incluso, te proponía no quedar algunos días. Ya no salía al jardín por lo que te pasabas la mayor parte del tiempo observan su jardín a la espera de que alguno de los dos saliera.
La cordura te abandonó y vigilarlo se convirtió en una obsesión para ti. Por el día te colabas hasta su casa a través del jardín y te sentabas en el alféizar de la ventana de ella, a la espera de que el apareciera. Al principio lo hacía muy poco y solo hablaban cuando coincidían con sus padres, pero pronto se convirtió en un hábito.
La decima noche en la que no acudió a vuestro encuentro tus padres y los suyos salieron así que saltaste de la cama en la que estabas metida. Te vestiste con mucho sigilo y atravesaste tu jardín acompañada de los ruidos nocturnos. Te subiste y te sentaste en el alféizar de la ventana y los observaste.
Ella estaba sentada en la cama mientras lloraba por algún factor que desconocías. ¿Acaso ella era la que tenía motivos para llorar? Las lágrimas hicieron su aparición y te empaparon las cuencas de los ojos. Durante en esos instantes, en los que ambas llorabais en silencio, te sentiste más cercana a ella que nunca. Pero recordaste que papel jugaba ella en esta historia y dejaste de sentir pena por ella. Ella era la mala. La que te había arrebatado lo que más querías.
La chica dejó de llorar en cuando oyó que unos nudillos golpeaban su puerta. Se limpió las mejillas con las palmas de las manos y corrió hasta detenerse en el pomo de la puerta .Suspiró y la abrió dejando paso a que él entrara. Ahogaste un grito cuando lo viste allí plantado. Ella se volvió a sentar en su cama y él se sentó a los pies de esta. Las lágrimas empezaron a llenar el rostro de ella y él, alarmado, le empezó a hablar. Y después la abrazo. Querías irte de allí, irte lejos, muy lejos;  donde nunca más tuvieras que presenciar algo tan horrible. Te tapaste la boca silenciando tus sollozos intentando apartar la mirada de una escena tan terrible. Pero algo te impedía irte de allí. ¿Sería el placer de hacerte daño a ti misma?
La chica dejó de llorar y a él se le iluminó la cara. Ella levantó la cara de su hombro y lo miró directamente. Sabías lo que iba a pasar y debías irte de allí. Deprisa, querida. Pero no lo hiciste, necesitabas saber si él era capaz. Tú mente ingenua pensaba que no, que él se seguía acordando de ti. Permanecieron así durante algunos instantes, que a ti te parecieron siglos, hasta que se acercaron poco a poco y se besaron.
Las lágrimas empapaban la encimera de la cocina donde antes intentabas preparar tu comida, te impiden ver con claridad pero aun así sigues con tu trabajo y pelas las patatas. Haces un movimiento brusco y el cuchillo que sostienes en tu mano derecha te hace un corte en la mano izquierda. La herida empieza a sangrar y la sangre hace que te empieces a marear, te causa punzadas de dolor y hace que te eches hacia atrás soltando en el cuchillo.
El cuchillo cae sobre tu pierna y te corta. Tienes las manos llenas de sangre y de agua procedente de tus ojos. Corres desesperada por el pasillo, subes de dos en dos las escaleras mientras el dolor de la pierna aumenta con cada paso. Y por fin llegas hasta el cuarto de baño. Miras a todas partes en busca del botiquín y tras unos minutos lo encuentras encima de una de las estanterías. Coges una especie de banco para subirte y llegar, lo colocas frente a la estantería y te subes. Palpas una de las baldas de la estantería en busca del botiquín. Lo intentas coger pero no llegas. Te pones en puntillas y das un traspié. Gritas. Te caes y te golpeas la nuca contra la bañera del baño. El dolor sigue aumentando pero dejas de sentirlo poco a poco. Tu cuerpo nota el contacto con el suelo congelado. La inconsciencia se está apoderando de ti y lo sabes .Lentamente tus parpados se cierran.
¡Buenos días!
Abres los ojos lentamente, preguntándote donde estás. No recuerdas nada de lo que ha pasado hasta que una punzada de dolor en la mano te refresca la memoria. Estas en el hospital. Has estado a punto de cortarte el tendón de la mano y te has hecho una herida en la pierna. Te levantas y te sientas sobre la cama observando todo aquello que te rodea. La habitación es bastante grande y las paredes son totalmente blancas salvo por las rayas azules que están dibujadas en los laterales de las paredes. Tu madre y tu padre están sentados en una de las sillas mientras duermen. Sonríes al ver la escena, la última vez que los vistes dormir tan profundamente fue una tarde del verano pasado.
Una sustancia amarga recorre tu garganta al recordar aquel episodio fatídico. Te acercas hasta la ventana y corres la cortina con la mano ilesa, la izquierda. Está a punto de amanecer. ¡Cariño!, susurra una voz femenina detrás de ti; ¿Qué tal estas? Te das la vuelta y ella te abraza. Contestas con un escueto: bien mientras sonríes. Recordar miles de veces la traición te ha hecho pensar, quizá más de lo debido. Querida, ¿Sabes cuál es la mejor parte de que traicionen? Que después viene lo mejor, un plato que se sirve frío; la venganza. Esas dos palabras hacen que lo reconsideres todo y, mientras tu madre te aparta un mechón de pelo negro y rizado de la cara, sonríes con un brillo de malicia en tus ojos verdes.

5 comentarios:

  1. Buen escrito cielo, utilizas muy bien las metáforas y los relatos los combinas muy bien, comentaré mas cuando tenga más tiempo.

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    1. Gracias por comentar,me alegro de que gustara¡Un beso!

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  2. cielo, este relato debe continuar, que quiero leer como ''me'' vengo jajajaja :)

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    1. Este relato es el segundo de una trilogía de relatos(¿ Trilogía de relatos?¿Eso existe?)El tercero (y,seguramente,el último) se llama "El héroe",lo intentare escribir lo antes que pueda pero probablemente no lo escriba hasta junio cuando acaben las clases.:)

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  3. me encanta, tanto el principio como el final. tengo ganas de leer la segunda parte!

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Me gustaría mucho que comentarais..y a todos los que comenten le responderé personalmente..:)