La traición
¡Buenos días!
Adelante, sonríe. Venga, que sabes qué, en el fondo,
lo estás deseando. Sonríes forzadamente, mientras asientes al saludo de tu
madre con la cabeza. Otro día más. Otro día en el infierno.
Tras despedirte de mamá y papá abres la puerta y
sales a la calle donde el aire, frío, hace que te estremezcas. No habías salido
de casa en mucho tiempo. Muchísimo. Y, si fuera por ti, te quedarías en casa.
Después del verano has aprendido que es mejor quedarse en casa, donde no puedes
ver nada que hubiera sido mejor no ver, donde nadie te puede hacer daño, donde
no hay monstruos, ni traiciones, donde puedes estar todo lo segura que se puede
estar.
Emprendes el camino al instituto, que esta apenas a
dos manzanas de tu casa. Corre, que cuanto antes llegues, menos tiempo tendrás
para pensar. Porque pensar duele, ¿verdad? Así que, vamos, abre la puerta y
cruza la verja que acabas de llegar a tu destino.
Junto con un par de chicos que no conoces, te
adentras en el instituto y, tras emitir un suspiro de resignación, empiezas a
andar por los pasillos. Todo está igual, nada ha cambiado. Los pasillos siguen
siendo blancos y los mismos chicos de siempre siguen ocupando los diferentes
lugares del patio. Tragas saliva mientras intentas calmarte. Tranquila, solo es
un curso más. Un día de instituto más.
Ya has llegado a tu clase. Echas un vistazo y
reconoces unas cuantas caras conocidas entre todos ellos, pero no te paras a
decirles Hola o simplemente a hacer
un gesto con la cabeza a modo de saludo. Es mejor no hacerlo. Es preferible que
no se acerquen a ti, que te ignoren, ¿verdad? Así no tendrás que contarles
nada, así no tendrás que volver a hablar sobre él.
Te sientas en una mesa situada al fondo de la clase
mientras sientes la mirada de tus amigos fija en ti. Suena el timbre. Suspiras,
ya ha acabado el sufrimiento. Te calmas pensando que mientras la profesora de matemáticas
hable no pensaras más. Pero te equivocas.
Abres el libro. Página diez. Álgebra. Sonríes, te
gusta bastante el álgebra. Pero mientras la profesora habla y escribe
mecánicamente en la pizarra sientes las miradas de tus compañeros escrutándote.
Se preguntan qué te pasa. Saben que algo va mal, que antes no eras así. Pero no
puedes contárselo ¿O sí? No, no puedes. Debes olvidarte de todo. Mira a la
pizarra y concéntrate. Ignóralos.
La profesora de matemáticas abandona el aula justo
cuando el timbre te saca bruscamente de tus perturbados pensamientos. Uno de
tus compañeros hace amago de acercarse hacia tu mesa. Lo observas mientras anda
hacia a ti. Esta nada más y nada menos que a cinco pasos de distancia. Cuatro.
Tres. Dos. El profesor de lengua entra por la puerta y, tras dejar su libro
sobre la mesa, le ordena que se siente. El chico da media vuelta, resignado, y
se sienta en la otra parte del aula. Más suerte la próxima vez, chico.
Tras cincuenta y cinco tediosos minutos de lenguaje
el sonido estridente del timbre te vuelve a sacar bruscamente de tus pensamientos.
Y, en el fondo, lo agradeces. Tus compañeros reaccionan inmediatamente ante el
sonido del timbre. El sonido de libros cerrándose, de las tapas de los
bolígrafos haciendo clic y el de las
sillas moviéndose inunda la clase, en la que antes reinaba el silencio
interrumpido solo por la voz del profesor. Todos los alumnos salen en tropel
del aula, salvo un reducido grupo que se queda en la puerta, expectante,
mientras te observa.
Durante unos instantes permaneces paralizada hasta
que, lentamente, recoges todos los lápices en tu estuche y guardas en libro de
lengua en tu mochila, que permanece en el respaldo de la silla. Y, antes de
coger tu bocadillo del fondo de la mochila, levantas la cabeza, asegurándote de
que ya no queda nadie en clase. Y así es, el grupo de antes ya se ha disuelto y
ahora solo te llega el sonido de sus risas desde el pasillo.
Te levantas y recorres la clase hasta cruzar el
umbral de la puerta. Después cierras la puerta cuidadosamente. Hola, ¿Qué tal?, dice una chica detrás
de ti; ¿Cuánto tiempo, verdad? Te
sobresaltas y de inmediato te das la vuelta. Sabes perfectamente quién es. El
año pasado erais buenas amigas. Venga, sonríele y contéstale. Todo lo bien que puede ir un primer día de
clase, la verdad, contestas con un hilo casi inaudible de voz. ¿Esa es la
mejor mentira que le has podido decir? Querida, debes aprender a mentir mejor.
Mucho mejor.
Te muerdes el labio con nerviosismo. ¿Cuánto tiempo
piensa mantener esta conversación sin sentido? Esperas que la tortura acabe
pronto, antes de que el tema del verano salga a la luz. No te preocupes; el
timbre acaba de sonar. Un profesor se acerca hasta vosotras y hace enmudecer a
tu compañera. Introduce una llave en la cerradura de la puerta y dice con la
mirada que entréis dentro. Sonríes y andas hasta tú sitio, en el fondo de la
clase.
La clase vuelve a empezar. Naturales .No te gusta la
física ni tampoco la química pero, eso es lo de menos. Por lo menos te servirá
de distracción. Si, lo hará. Sin darte cuenta ya ha acabado la clase de
naturales y también la de música, que era la siguiente. Ahora solo te queda
soportar la peor cosa del día; el recreo.
No tienes tanta suerte como en el recreo anterior.
Esta vez, querida, tendrás que enfrentarte a tu destino. Pero, no corras,
despacio, más despacio. Retrasa todo lo que puedas el momento de llegar al patio.
Recorres los pasillos en silencio, el único ruido que te acompaña es el de los
murmullos de tus compañeros que están en el patio. Ya esta, casi has llegado a
tu destino. Buena suerte; la necesitarás.
Un grupo de chicas, en el que también está la chica
del recreo anterior, se acerca a ti y te saluda con gesto afable. Sonríes. Y,
tras devolverles el saludo, empezáis a hablar sobre el verano. Tiemblas ¿Por
qué todo el mundo tiene ganas de hablar del verano? Una de tus amigas del año
pasado empieza a contar su experiencia en un campamento mientras, tú, miras
desesperadamente el reloj. Pasas la mirada a tu alrededor, a modo de
distracción ya que las palabras de tu amiga no logran captar tu atención. Hay
varias chicas a las que no recuerdas conocer. Tus ojos se paran en una chica a
la que, aparentemente, no conoces. Pero, sí, la conoces. Sabes perfectamente
quién es.
Sientes que poco a poco un nudo se teje en tu
garganta, impidiéndote formular palabra y respirar correctamente. Tu
respiración se vuelve agitada. Las lágrimas intentan brotar de tus ojos. Pero
no debes llorar ¿Acaso piensas llorar delante de todo el mundo? No seas cría,
eso seria arriesgarte demasiado. Y no puedes permitirte ese lujo. Así que
vamos, contrólate y sal de ahí. Rápido. Pones una escusa y te escabulles al
baño donde cierras la puerta y te sientas en el suelo a esperar que pase el
condenado recreo.
El baño es un lugar inhóspito, tal y como lo
recordabas. Aunque, claro, como cualquier persona que se precie, no habías
pasado ahí más que algunos escasos minutos. Hasta hoy. Permaneces sentada en el
suelo mientras observas las paredes pintadas con nombres, fechas y,
naturalmente, con alguna que otra palabra insultante. Ahora te parece una
tontería ¿Por qué a la gente le gusta demostrar lo que siente arruinando un
espacio público? No lo sabes, pero en su momento lo supiste. Quizás fue la
falta de tiempo o la falta de admiración hacia aquellas muestras, comunes y
destructivas, de amor adolescente, las que te impidieron rotular una pared con vuestras iniciales. Quizás es mejor así.
Una vez que has marcado una pared es casi imposible borrarlo y más en horario
escolar. No te preocupes, para ti, recordarlo cada vez que tuvieras que acudir
a los servicios hubiera sido someterte a la peor de las torturas por ello es
mejor no haberlo hecho en el pasado, así no tendrás porque recordarlo más.
Las lágrimas surcan tus coloradas mejillas y
desbocan en tu camiseta. ¿Por qué estas llorando? Sabes que no deberías llorar,
pero lo haces. Lo más seguro es que no arregle las cosas, pero, según tu punto
de vista, siempre te ayuda a desahogarte. Desahogarte. Palabra de once de
letras que define prácticamente todo lo que has hecho durante el verano. Por
ello no quieres hablar del verano. Intentaste hablarlo con tus padres, quienes
no te prestaron atención alguna. Como siempre.
Apoyas la cabeza en la pared de la diminuta estancia
y cierras los ojos con fuerza. Los recuerdos empiezan a inundar poco a poco tu
mente. Cierras los ojos con más fuerza, intentando que te abandonen tan rápido
como han llegado. Pero ya es demasiado tarde.
Todo
adolescente respetable expresa, alguna vez por lo menos, verbalmente el
terrible e incontrolable odio que siente hacia sus padres. Tú, no. En la gran
mayoría de los casos siempre es por la falta de intimidad y el agobio que les
produce contar con sus padres siempre. Pero como en cada regla que tiene su
excepción, aquí también hay una. En determinados casos muy poco comunes existe también
el odio hacia los padres que nos les prestan la suficiente atención a sus
hijos. Rango al que perteneces tú.
Lo recuerdas
muy bien, como si hubiera pasado ayer y no hace unas cuantas semanas. Era
domingo, pero en verano, el día que
fuera carecía de importancia, todos eran exactamente iguales. Estabais en el
salón, viendo una película, como solíais hacer cada domingo. Pero, tú no te
podías concentrar. Necesitabas contárselo a alguien, necesitabas desahogarte
aunque solo fuera con tus padres. Pero sabias perfectamente que no podrías.
Empezaste a
llorar silenciosamente para que no lo notaran, pero poco a poco el llanto fue
en aumento y empezaste a sollozar desesperada. Tu madres te miró, atónita,
mientras un Cariño, ¿Qué te pasa? se escapaba de sus labios. Intentaste contárselo, pero, en el intento
solo balbuceaste incoherencias que no pudo entender. Después de un rato, se
hartó y te mandó, con gesto de cabeza, a tu habitación.
El sonido del timbre hace que abras los ojos y te
limpies las lágrimas. Te pasas las manos por tu camiseta, intentando alisarla
mientras tomas una bocanada de aire fresco y te preparas para volver a clase.
Abres la puerta del baño, que, a su vez, emite un sonido desgarrador que hace
que sientas dentera. Un grupo de chicas, que supones que serán del curso
superior, te miran y hacen un gesto de desaprobación hacia ti mientras
murmuran.
Andas por los pasillos acompañada de alumnos de
todos los tipos, en medio de la multitud, incluso, te sientes segura. Hasta que
llegas a tu clase. El profesor ya ha llegado y la puerta está cerrada. Golpeas
la puerta con los nudillos y, después de que te han abierto la puerta, recorres
el aula bajo la mirada atenta del profesor.
¡Ring-Ring!
Suena el último timbre del día. Sí, el último. Las
dos horas anteriores se te han antojado, tanto a ti como a tus compañeros,
aburridas e interminables. Pero el timbre ya ha hecho enmudecer al profesor de
turno y ya ha dado paso a los gritos y susurros eufóricos de tus compañeros así
que, tranquila, las clases han acabado. Por un momento sientes que algo
perturba tu mente. Es la idea de que tendrás que volver a casa. La sola idea
resonando en tu cabeza hace que te estremezcas y te plantees quedarte en el instituto.
Pero…, no, no puedes. Debes irte a casa y mantenerte ocupada con los deberes.
Debes dejar de pensar en eso.
Levantas la mirada de tu libro de Sociales y la
fijas en la pizarra. Después pasas lentamente la mirada por toda la clase. No
queda nadie. Vuelves a estar sola, completamente sola. Te cuelgas la mochila al
hombro y empiezas a andar. Ya has abandonado el instituto. Sonríes para ti
misma, después de todo, podría haber sido mucho peor. No te han hecho hablar
del verano. Por ahora, estas a salvo. ¿Podrás aguantar toda la vida sin hablar
de ello? Sabes que no, pero, como se suele decir, la esperanza es lo último que
se pierde. Y, en algún lugar recóndito de tu alma, aún queda un poco de eso.
En las calles no hay nadie, ni siquiera los coches
se dignan a pasar mientras tu deambulas hasta llegar a tu respectiva calle .El
camino se te hace corto, mucho más de lo habitual. Y de repente, sin previo
aviso, alzas la vista hasta que ves tu calle. Notas como una extraña sensación
se va apoderando poco a poco de ti, una mezcla entre el miedo, los nervios y la
resignación. Sientes náuseas. ¿Es así
como se sintieron ellos?, piensas mientras ves fragmentos de tu vida
recorriendo tu mente, ¿Cómo pude hacerles
eso? Ya no hay tiempo para preguntas, ni mucho menos para respuestas,
acabas de llegar a tu destino. A tu casa.
Palpas la parte delantera del bolsillo de tus
pantalones, en busca de las llaves. Deslizas las manos dentro de tu bolsillo e
introduces la llave correcta en la cerradura. Tras emitir un ruido la puerta de
la valla cede y entras en tu jardín. Miras nostálgicamente la valla que separa
tu jardín de la suya. Y permaneces
observándolo con detenimiento hasta que tu mirada se cruza con la de alguien.
Es ella. Te asustas y sujetándole la mirada con determinación le haces un gesto a modo de saludo con la
mano derecha. Ella sonríe forzadamente y baja la mirada, rápidamente, antes de
correr hacia su casa.
Dejas la mochila en el recibidor de la entrada y te
despojas de tus zapatos. Entras en la cocina y comes acompañada únicamente por
la voz de una mujer que te informa de lo que ha pasado en las últimas semanas.
Bostezas; efecto secundario de no haber podido pegar ojo ayer por la noche. Ni
pasado, ni al otro. No has podido dormir desde que te abandonó por completo.
Te dejas caer en el sofá del salón rezando para que
tus parpados se cierren, y una vez que estés dormida no tengas porqué pensar
más en aquello que te persigue. Te sumerges en un largo y tendido sueño
mientras sonríes, convencida de que dormir será bueno para ti. Pero te
equivocas, querida, no sabes lo que te espera.
Mamá, ¿Me estás escuchando?, dices mientras la observas, expectante; Lo que te tengo que contar
es muy, muy importante .Ella compone una
mueca de desagrado mientas señala el reloj que tiene en su muñeca,
aconsejándote que te des prisa. Coge un vestido azul celeste que cuelga de una
de las perchas y se lo coloca delante del espejo, su mejor amigo. Tú hablas
deprisa, comiéndote palabras por el camino y sin tiempo para respirar. Mientras
ella asiente con la cabeza .Pero, en realidad, no te está escuchando y lo
sabes. Así que enmudeces mientras la contemplas deleitarse con su reflejo.
Bajas la cabeza
con cierta desesperación mientras das media vuelta para volver a tu habitación.
Pero, ella, te coge del brazo. Cariño, no te vayas, ¿Qué es eso
tan importante que me querías contar? Tragas
saliva. De pronto aquello que en su momento te pareció importante ahora te
parece una chorrada. Pero la necesidad de contarlo es tan fuerte que te impulsa
a hacerlo. Así que lo haces y durante media hora te sumerges en una verborrea
sin sentido en la que, torpemente, le quieres hablar sobre él.
Ella sonríe mientras te escucha y cuando acaba
suelta una sonora carcajada. Tú, no sabes cómo interpretar eso. ¿Acaso se está
riendo de ti? Sí, lo está haciendo. Un silencio incomodo se apodera de la situación
mientras tu miras a todas partes, como si nunca hubieras estado es esa habitación.
Bueno, ¿Así que el
chico de al lado? , dice reprimiendo otra
carcajada; De verdad, hija, que me espera algo mejor de ti. Los otros
chicos con los que has salido son mejores. Pero, tú sabrás lo que haces. Tras decir aquello coge uno de sus vestidos,
el azul celeste, y se marcha en dirección al baño.
Ahogas un grito
mientras abres los ojos, desesperada. Observas el salón buscando algo que te
indique que tus padres ya han vuelto, algún indicio de que no ha sido solo un
recuerdo. Pero, no hay nadie en casa. El salón sigue sumergido en la penumbra.
Ha sido solo una mala jugada de tu prodigiosa memoria. Jadeas mientras andas
hasta llegar al cuarto de baño. Estás sudando. Abres el grifo y te lavas la
cara con agua fría intentando apaciguarte de alguna forma.
Un tintineo de llaves
hace que te alarmes y dejes a un lado tus deberes de lengua. Oyes como la
puerta de la valla cede y también la de casa. Unos pasos de acercan por el
pasillo y golpean suavemente la puerta de tu habitación. Adelante, murmuras. Tu padre entra en la habitación y se disculpa
por el retraso. Tú asientes y te preparas para la cena.
El silencio lo ahoga
todo, nuevamente, la soledad te corrompe poco a poco. Tus padres ya se han ido
a la cama. Debes irte a dormir, mañana tienes instituto. Pero la idea de volver a tener otra pesadilla
parecida a la de la hora de comer hace que el cansancio se esfume. Tienes
miedo, mucho miedo. Porque sabes que el monstruo de los recuerdos no conoce
fronteras. Es capaz de atacarte a cualquier hora y en cualquier parte. Como el
incidente con tus amigas. Desde entontes te prometiste no volver a cometer otro
error como ese, nunca más.
Subes la cremallera de
tu chaquetón mientras te revuelves en tu asiento. A pesar de que el mes de
septiembre acaba de empezar, por las noches ya se puede apreciar la presencia
del frio desgarrador. Observas las vistas que te ofrece la pequeña terraza que
tiene tu habitación. Sonríes estúpidamente recordando el montón de horas que
pasaste hablando con él in fraganti. Una
vocecilla interior te recuerda como ha terminado todo y, rápidamente, dejas de
sonreír. Sintiéndote como una completa idiota.
Echas un vistazo a tu
reloj, es más de media noche. Acompañada por un suspiro de resignación
abandonas la terraza y te preparas para irte a dormir. Te metes entre las
sabanas desando que Morfeo te acoja pronto sobre sus brazos. Buenas noches,
querida.
Nunca reparaste en que cada verano, una nueva
familia ocupaba la casa de al lado. La verdad es que nunca te había importando.
¿Qué podía tener aquella casa para captar tu interés? Aparentemente, nada. Tus
vecinos habían sido siempre, tanto para ti como para tu familia, unos extraños.
Tenían solo una hija, igual que tus padres y se dedicaban a comprar cantidades
ingentes de libros cada tres meses. Gracias a dios, nunca ninguno de ellos había
intentado juntaros a las dos. ¿Para que querías tú una niña pija de amiga? Era
algo que te repugnaba. Además, nunca solía hablar con nadie. Solo con las pocas
amigas con las que contaba y, en verano, con aquel niño.
Lo recuerdas muy bien, como casi todas las cosas que
tienen alguna relación con él. Era una tarde a finales del verano, cuando
agosto empezaba a debilitarse y la pesadilla de volver a clase se iba
convirtiendo poco a poco en una cruel realidad a la que todo el mundo debía
enfrentarse. Hace tres años, aproximadamente.
Estabas tumbada sobre el césped mientras mirabas a
tu alrededor con expresión de aburrimiento. La mayoría de tus amigas estaban de
campamento y el resto estaba en la playa. Así que aun te quedaban unas cuantas
semanas de aburrimiento, sola.
Ladeaste la cabeza en busca de algún tipo de distracción.
Quizás pueda hacerme
amiga de la niña pija, pensaste mientras
examinabas su jardín. De pronto un chico cruzó rápidamente el jardín mientras
se limpiaba las lágrimas que le corrían por las mejillas y murmuraba palabras
para sí. Era de constitución corpulenta y no era precisamente muy guapo. El
pelo le cubría los ojos y lo llevaba despeinado. Nunca supiste porque pero
sentiste pena por él y te acercaste hasta donde se había sentado.
Perdona, ¿Estás bien?, dijiste mientas el alzaba la cabeza para
contemplarte vagamente. En cuanto reparó en que realmente esas palabras iban
dirigidas a él, sonrió y se limpio rápidamente las lágrimas. Para después
contestarte con un simple y sonoro: Sí, estoy bien.
Y, aunque parezca difícil de creerlo, ese fue el
principio de una amistad o de algo más. Estuviste todo el día hablando con él.
Notando como a medida que la tarde iba pasando una risa que te hacía parecer
más tonta de lo que eras se iba apoderando de ti. Nunca habías sido amiga de un
chico así, realmente, nunca habías sido amiga de un chico. Habías salido con
cantidad de chicos; guapos, altos, con los ojos azules. Pero que tenían un gran
defecto que en el que hasta ese preciso instante no habías reparado; carecían
de la mas mínima inteligencia. Lo tenían todo, menos aquello. Y aquello era lo
que precisamente abundaba en aquel chico de ojos negros.
Justo cuando las cosas van demasiado bien es bien
sabido que siempre empeoran. Y esta historia no iba a ser ninguna excepción.
Después de pensar en que podías tener un nuevo amigo y en las posibilidades de
que las dos semanas que quedaban fueran mejores que la anterior, entonces, todo
se torció. El día en que le conociste era su último día en la ciudad por lo que
en cuestión de horas la abandonaría hasta la llegada del próximo verano.
Pero no dejaste que todo acabara ahí, sino que después
de que él se marchara seguiste hablando con él. A todas horas, casi a cada
minuto del día. Y antes de que pudieras pestañear estabas completamente
enamorada de él .Antes de que te dieras cuenta te pasabas todos los días
esperando que pasara el tiempo y que volviera. Tuviste que esperar setecientos
treinta días, dos años.
Los días pasaron rápidamente y el tiempo empezó a
mejorar, las clases llegaron a su fin y él llegó. La idea de que compartiera
techo con ella no te hacía mucha gracia pero, después de
que contara con todo lujo de detalles lo que pensaba realmente sobre él pensabas
que no tenías porque preocuparte. Craso error, querida.
El segundo verano en el que pudiste verle, nada podía
haber ido mejor. Aunque claro, él ya no era él. Habías podido comprobar por
fotos lo mucho que iba cambiando con el tiempo. Pero verlo era más sorprende
aún. Pasaste todas las noches con él, reunidos en el parque más cercano a
vuestra calle. Todo lo bueno llega a su fin y aquel verano también se esfumo
sin que te dieras cuenta.
Nunca te planteaste contarles nada a tus amigas,
acostumbradas a verte con otro tipo de chicos, pensabas que no lo entenderían.
Al igual que tu madre, que se había reído en tu cara al saberlo. No querías
volver a cometer ese error, no, no otra vez.
Tan pronto como se marchó el verano como volvió a
aparecer en escena. Él, también. Salvo que esta vez no hizo falta alguna que
esperaras dos años porque desgraciadamente las cosas dieron un giro de
trescientos sesenta grados y justo entonces cuando pensabas que las cosas seguirían siendo perfectas...
¡Buenos días, hija!
Tu madre corre las
cortinas y levanta la persiana dejando pasar toda la luz. Abres los ojos
lentamente mientas sientes que todos los músculos de tu cuerpo se tensan. Te
estiras y andas con pies de plomo hasta el cuarto de baño. Después bajas a
desayunar.
Has vuelto a caer en la
rutina en la que te sumergiste por completo ayer. Debes vestirte e ir al
instituto, al igual que tendrás que hacer mañana y pasado y al siguiente
también. Pero tu mente sigue perdida en el sueño de hoy, ha sido demasiado para
ti. La sola idea de recordar el preciso instante en que le conociste hace que
pierdas el sentido de la realidad, y que desees con todas tus fuerzas recuperar
aquellos soleados días de verano, deseando volver a estar entre sus
brazos...Pero todo eso acabó hace tiempo y nunca lo recuperarás.
Cierras la puerta de
casa, que proporciona un ruido que te confirma que está completamente cerrada.
No quieres tener que pensar más. No, ahora no. Así que coges tus cascos y te
colocas uno en cada oreja, subes el volumen intentando ahogar también tus
pensamientos. Está sonando Demons de Imagine dragons. Una de tus canciones
favoritas. Empiezas a andar mientras cantas al ritmo de la canción. When you feel my heat, look into my eyes. It's where my
demons hide; it's where my
demons hide. Don't get to
close. It's dark inside. It’s
where my demons hide; it’s where my demons hide.
Tarareas unos de los últimos versos de la canción, exactamente
el que dice It´s dark inside, librándote
de los recuerdos. Pero justo cuando estas completamente metida en la canción,
justo cuando has conseguido matar todos tus pensamientos, entonces alguien pone
la mano en tu hombro haciendo que te sobresaltes. Te das rápidamente la vuelta
mientras te quitas los cascos, asustada. No tienes de que preocuparte, solo es
uno de tus compañeros de clase. Observas con detenimiento al chico que tienes
enfrente, es bastante alto. El chico te saluda y te habla durante el resto del
camino hasta vuestra clase. Pero tú, salvo en contadas ocasiones en las que te
ves obligada a contestar por pura cortesía, no hablas casi. Prefieres guardar
silencio.
El timbre da paso a que empiecen las clases. El profesor de
inglés se sienta y empieza a escribir el nuevo vocabulario mientras, tú, sacas
tu cuaderno y empiezas a tomar apuntes. La clase de inglés se esfuma y pronto
empieza la de lengua. Esta vez, tus compañeros aprovechan el cambio de clase
para cambiar de sitio. Tú decides no moverte y poner el libro de texto sobre la
mesa.
Metes el último libro sobre la mochila y cierras la cremallera. El día ha pasado volando, casi sin que te dieras cuenta. Pero ya sabes lo que toca ahora; volver a casa. A casa, donde las distracciones son mínimas y las probabilidades de recaer en la enfermedad llamada recuerdos son demasiadas.
Metes el último libro sobre la mochila y cierras la cremallera. El día ha pasado volando, casi sin que te dieras cuenta. Pero ya sabes lo que toca ahora; volver a casa. A casa, donde las distracciones son mínimas y las probabilidades de recaer en la enfermedad llamada recuerdos son demasiadas.
Realizas exactamente el mismo ritual que el día anterior;
deambulas por las calles hasta que llegas a la tuya, entras en casa y dejas la
mochila en tu habitación. Te diriges a la cocina mientras te imaginas que
comerás hoy. Pero no hay nada preparado. Te toca prepararte la comida. Pelas un
par de patatas absorta en tus pensamientos. No,
tienes que concentrarte en lo que haces. Levantas la vista y observas el
cuadro que cuelga sobre la pared, lo pintó tu madre el verano pasado. Tragas
saliva, todo te recuerda a él. Y empiezas a recordar lentamente todo.
De su
boca ya solo se oía el nombre de ella. Hablaba constantemente de ella, habían
vuelto a ser amigos. Y tú no podías hacer nada más que alegrarte por él,
porque, en el fondo, te alegrabas de que él fuera el feliz. Pero algo
atormentaba tus pensamientos; la idea de que el siguiera enamorado de ella, de
que nada hubiera sido real.
Los días
pasaban lentamente y ya no lo veías tan a menudo, retrasaba vuestros encuentros
e, incluso, te proponía no quedar algunos días. Ya no salía al jardín por lo
que te pasabas la mayor parte del tiempo observan su jardín a la espera de que
alguno de los dos saliera.
La
cordura te abandonó y vigilarlo se convirtió en una obsesión para ti. Por el
día te colabas hasta su casa a través del jardín y te sentabas en el alféizar
de la ventana de ella, a la espera de que el apareciera. Al principio lo hacía
muy poco y solo hablaban cuando coincidían con sus padres, pero pronto se convirtió
en un hábito.
La
decima noche en la que no acudió a vuestro encuentro tus padres y los suyos
salieron así que saltaste de la cama en la que estabas metida. Te vestiste con
mucho sigilo y atravesaste tu jardín acompañada de los ruidos nocturnos. Te
subiste y te sentaste en el alféizar de la ventana y los observaste.
Ella
estaba sentada en la cama mientras lloraba por algún factor que desconocías.
¿Acaso ella era la que tenía motivos para llorar? Las lágrimas hicieron su aparición
y te empaparon las cuencas de los ojos. Durante en esos instantes, en los que
ambas llorabais en silencio, te sentiste más cercana a ella que nunca. Pero
recordaste que papel jugaba ella en esta historia y dejaste de sentir pena por
ella. Ella era la mala. La que te había arrebatado lo que más querías.
La chica
dejó de llorar en cuando oyó que unos nudillos golpeaban su puerta. Se limpió
las mejillas con las palmas de las manos y corrió hasta detenerse en el pomo de
la puerta .Suspiró y la abrió dejando paso a que él entrara. Ahogaste un grito
cuando lo viste allí plantado. Ella se volvió a sentar en su cama y él se sentó
a los pies de esta. Las lágrimas empezaron a llenar el rostro de ella y él,
alarmado, le empezó a hablar. Y después la abrazo. Querías irte de allí, irte lejos,
muy lejos; donde nunca más tuvieras que
presenciar algo tan horrible. Te tapaste la boca silenciando tus sollozos
intentando apartar la mirada de una escena tan terrible. Pero algo te impedía
irte de allí. ¿Sería el placer de hacerte daño a ti misma?
La chica
dejó de llorar y a él se le iluminó la cara. Ella levantó la cara de su hombro
y lo miró directamente. Sabías lo que iba a pasar y debías irte de allí.
Deprisa, querida. Pero no lo hiciste, necesitabas saber si él era capaz. Tú
mente ingenua pensaba que no, que él se seguía acordando de ti. Permanecieron
así durante algunos instantes, que a ti te parecieron siglos, hasta que se
acercaron poco a poco y se besaron.
Las lágrimas empapaban la encimera de la cocina donde antes
intentabas preparar tu comida, te impiden ver con claridad pero aun así sigues
con tu trabajo y pelas las patatas. Haces un movimiento brusco y el cuchillo
que sostienes en tu mano derecha te hace un corte en la mano izquierda. La
herida empieza a sangrar y la sangre hace que te empieces a marear, te causa
punzadas de dolor y hace que te eches hacia atrás soltando en el cuchillo.
El cuchillo cae sobre tu pierna y te corta. Tienes las manos llenas
de sangre y de agua procedente de tus ojos. Corres desesperada por el pasillo,
subes de dos en dos las escaleras mientras el dolor de la pierna aumenta con
cada paso. Y por fin llegas hasta el cuarto de baño. Miras a todas partes en
busca del botiquín y tras unos minutos lo encuentras encima de una de las estanterías.
Coges una especie de banco para subirte y llegar, lo colocas frente a la estantería
y te subes. Palpas una de las baldas de la estantería en busca del botiquín. Lo
intentas coger pero no llegas. Te pones en puntillas y das un traspié. Gritas. Te
caes y te golpeas la nuca contra la bañera del baño. El dolor sigue aumentando
pero dejas de sentirlo poco a poco. Tu cuerpo nota el contacto con el suelo
congelado. La inconsciencia se está apoderando de ti y lo sabes .Lentamente tus
parpados se cierran.
¡Buenos días!
Abres los ojos lentamente, preguntándote donde estás. No
recuerdas nada de lo que ha pasado hasta que una punzada de dolor en la mano te
refresca la memoria. Estas en el hospital. Has estado a punto de cortarte el tendón
de la mano y te has hecho una herida en la pierna. Te levantas y te sientas
sobre la cama observando todo aquello que te rodea. La habitación es bastante
grande y las paredes son totalmente blancas salvo por las rayas azules que están
dibujadas en los laterales de las paredes. Tu madre y tu padre están sentados
en una de las sillas mientras duermen. Sonríes al ver la escena, la última vez
que los vistes dormir tan profundamente fue una tarde del verano pasado.
Una sustancia amarga recorre tu garganta al recordar aquel
episodio fatídico. Te acercas hasta la ventana y corres la cortina con la mano
ilesa, la izquierda. Está a punto de amanecer. ¡Cariño!, susurra una voz femenina detrás de ti; ¿Qué tal estas? Te das la vuelta y ella
te abraza. Contestas con un escueto: bien
mientras sonríes. Recordar miles de veces la traición te ha hecho pensar, quizá
más de lo debido. Querida, ¿Sabes cuál es la mejor parte de que traicionen? Que
después viene lo mejor, un plato que se sirve frío; la venganza. Esas dos
palabras hacen que lo reconsideres todo y, mientras tu madre te aparta un
mechón de pelo negro y rizado de la cara, sonríes con un brillo de malicia en
tus ojos verdes.
Buen escrito cielo, utilizas muy bien las metáforas y los relatos los combinas muy bien, comentaré mas cuando tenga más tiempo.
ResponderEliminarGracias por comentar,me alegro de que gustara¡Un beso!
Eliminarcielo, este relato debe continuar, que quiero leer como ''me'' vengo jajajaja :)
ResponderEliminarEste relato es el segundo de una trilogía de relatos(¿ Trilogía de relatos?¿Eso existe?)El tercero (y,seguramente,el último) se llama "El héroe",lo intentare escribir lo antes que pueda pero probablemente no lo escriba hasta junio cuando acaben las clases.:)
Eliminarme encanta, tanto el principio como el final. tengo ganas de leer la segunda parte!
ResponderEliminar